Crónica desde Córdoba Narino

Llegar a Córdoba es sentir que la tierra habla. El camino se abre entre montañas verdes y un cielo que parece querer abrazarlo todo. Aquí está la raíz del papá de Alejandra, y por eso cada paso se siente más profundo, más íntimo. En la plaza, los danzantes se preparan. Sus trajes, llenos de color, giran como si dibujaran círculos de memoria. Cada movimiento parece decirnos que el sur de Nariño no olvida, que la cultura no es un adorno sino una bandera que ondea en cada golpe de tambor. El barro se adhiere a los zapatos, pero no molesta: es un recordatorio. Es la señal de que estamos en un lugar donde la espera ha sido larga, donde las promesas han pasado de generación en generación. Y es también una invitación a trabajar para que no duela más la espera, para que las oportunidades no sigan siendo solo para después. Visitar Córdoba es entender que el barro no solo mancha: también construye. Es el mismo barro con el que se hacen las casas, las ollas, los caminos. Es bandera de resistencia, de orgullo, de dignidad. Cuando uno se despide, algo se queda. Quizá sea el sonido de los danzantes, quizá el polvo en la ropa, quizá esa sensación de que el sur de Nariño no es solo geografía: es promesa, es tarea pendiente, es hogar.
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